Mi frase rectora

"Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser"
William Shakespeare

lunes, 7 de septiembre de 2015

AGOSTO: MES DE LA FERTILIDAD Y EL MATRIMONIO

Escribe: Mario Ramos Tacca

La vida en pareja es un comportamiento característico e inherente a la condición humana. Desde tiempos prístinos vivimos predeterminados para llevar una convivencia sentimental y armoniosa unida a la persona del sexo opuesto para construir una familia dentro de la sociedad. Pero ¿por qué buscamos convivir en pareja? La respuesta tal vez la encontremos en los anales de nuestra propia historia.

No es menos cierto aseverar que la concepción de la felicidad y la realización de objetivos y proyectos comunes en pareja son los que nos llevan a unirnos a otra persona. Sea cual fuere nuestra condición económica y social, este comportamiento no permite eludir la imperiosa necesidad de concebir la idea de velar por la continuidad de nuestra especie.

Sentir amor por nuestra especie es saber que el amor es la manifestación sensible del hombre que funciona como vínculo vertebrador en la humanidad. Sabemos que ese vínculo ha tomado diversos matices culturales en el contexto del hombre durante su desarrollo. En nuestro medio, la realidad es muy variada cuando hablamos de la vida en pareja. Es nuestra cultura y raza prehispánicas en confluencia con la cultura occidental las que nos han heredado una serie de manifestaciones idiosincrásicas que caracterizan la vida del peruano actual.

Hoy, nuestras costumbres matrimoniales son el resultado de esa simbiosis viviente que nos ha convertido en sujetos de raigambre intercultural con raíces andinas. Y hablando de las formalizaciones, esta práctica tiene su final feliz con el sello del compromiso consuetudinario, legal y religioso dentro de la sociedad.

Haciendo una breve retrospección del caso, en el incario la designación de la pareja se dejaba bajo la determinación del Inca. Nadie estaba facultado de poseer y elegir pareja hasta la edad de alrededor de treinta años. Todo marchaba bajo los designios del emperador quien era el encargado de distribuir las mujeres vírgenes a los varones en edad matrimonial. Entendemos que sus usos y prácticas fueron totalmente distintos a las actuales. Guaman Poma de Ayala nos alcanza una descripción detallada en su “Nueva Corónica y Buen Gobierno”. No obstante, no está demás añadir que cualquier exceso o libertinaje de la vida en pareja después de la formalización, estaba drásticamente sancionado por la sociedad quechua de entonces.

Del legado ancestral para nuestro contexto, una clara muestra en nuestros tiempos actuales: sobre el amor, la petición de la mano, el concubinato y el matrimonio nos lo explica José N. Beltrán, quien en su libro “Estampas Indias” relata los procedimientos del concubinato a través del cual se materializa dicha manifestación de amor eterno. Habla sobre los inicios y amoríos que la p’asña (la joven) y el maqt’a (el joven) inician, hasta llegar al momento del tapukuy (pedido de mano), pasando por el riqsinakuy (convivencia preparatoria) y terminar en el sarat’akuy (matrimonio) que son manifestaciones idiosincrásicas propias del mundo andino y que concluye con el matrimonio civil y el religioso celebrado para sellar la unión frente a Dios.

Asimismo, Mercedes Bueno Morales y Walter Tapia Bueno, en la “Monografía de la Provincia de Ayaviri de Melgar” nos habla sobre las costumbres practicadas por el poblador melgarino durante el mes de agosto. Ellos consideran este mes como el mes de la Pachamama además de considerarlo q’uñi killa (mes caliente) que es el mes propiciatorio para el amor y estrechar esos lazos que finalizan con el matrimonio religioso y civil. Es más, según estos autores los actos rituales empieza con el q’uymi (pago a la tierra), la t’inka y la ch’alla (celebración con vino) que es propicio además para llevar a cabo los wasichakuy (construcción de la casa)  y el rutuchi (corte de pelo a niños). En fin, agosto es tiempo del despliegue de una serie de actos rituales tradicionales que a nivel de la agricultura inicia con la rotura o remoción de la tierra, el que sirve para prepararla pensando en la próxima siembra. Esta es la motivación por la cual surge la relación analógica que compara a la
mujer con la madre tierra y su fertilidad.

Con una visión más detallada del tema, José María Arguedas, en su libro “Indios, mestizos y señores” nos dice que estos actos rituales del matrimonio entre los indígenas del Perú, inicia con el rimaykukuy, pasando por la etapa de la prueba, el segundo rimaykukuy, el matrimonio, la cadena y el sortija lluch’uy que por cierto son expresiones idiosincrásicas del Perú profundo observadas en las provincias altas del Cuzco. Sin embargo, de acuerdo a la tradición andina, los valores relevantes como la honra perpetua entre varón y mujer, la colaboración solidaria incondicional de familiares y amigos hacia la nueva familia con animales, dinero y/o productos, así como las ofrendas de buen augurio conforman lo que ellos conocen con el nombre de “capital cimiento” que sirve de base para seguir construyendo más prosperidad para la familia que pronto crecerá.  

Quizá, la consecución de estos actos que finalizan con la unión eterna de la pareja que busca la felicidad plena con base en el amor, sea la manifestación más evidente utilizada para recuperar estos sentimientos idiosincrásicos tradicionales, pues los considero actos puros y honestos de todos cuantos existen en la actualidad.

No yendo lejos, nuestros matrimonios actuales se han convertido en una especie de empresa comercial de mutuo acuerdo. Donde predomina la filosofía del homo económicus con ideales de posesión material indiscriminada. Los sentimientos de amor y felicidad son desplazados a un segundo plano o son escasos en este sentido. Es el interés material y no humano el que se superpone sobre los verdaderos sentimientos del hombre. Es derroche de pompa y vanidad. Frente a ello, tal vez sea tiempo de mirar atrás y recuperar el verdadero sentido del matrimonio cuyo componente idiosincrásico subyace la vida en pareja.


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